Crecí en un hogar en el que aprendí a muy temprana edad que las palabras sí importan. ¡Estoy tan agradecido por la crianza que recibí! Sin embargo, recuerdo algunas oportunidades en que una palabra prohibida escapó de mi boca. Veía la expresión en el rostro de mi mamá seguida por las palabras de corrección o una forma de disciplina aplicada a mi posterior. Aun antes de comenzar mi carrera académica, a los tres o cuatro años, cuando escuchaba una palabra en público que me fue prohibida, yo mortificaría a la persona y a mi mamá, gritando: «¡Mamá, ese hombre dijo un mal pájaro!», por no poder pronunciar «palabra».
Eso era otra época, un tiempo en que la gente era más sensible y tenía la expectativa de hablar con buena educación en los momentos indicados. Ahora casi no nos afecta escuchar palabras crudas, vulgares y sugestivas de las bocas de nuestros héroes deportivos, de las estrellas del cine y la televisión y de los políticos. Lo triste es que, aun entre cristianos, hablar malas palabras en casa, en la escuela y en el trabajo, parece ser un signo de pertenencia y también que se puede relacionar con el mundo.
¡Que interesante que el apóstol Pablo tiene algo que decir sobre las palabras que usamos! No tenía obsesión por una lista de palabras prohibidas, sino que bajo la inspiración del Espíritu Santo nos da un consejo más amplio. Sin duda, algunas de nuestras palabras del siglo veintiuno le chocarían al gran apóstol, pero Pablo se preocupó más por el tono, el mensaje, la emoción y el espíritu tras las palabras que utilizamos en nuestra conversación con los demás.
He aquí lo que él escribió referente al tema en Efesios 4:29-30 (TLA):
No digan malas palabras. Al contrario, digan siempre cosas buenas, que ayuden a los demás a crecer espiritualmente, pues eso es muy necesario.
No hagan que se ponga triste el Espíritu Santo de Dios, que es como un sello de identidad que Dios puso en ustedes, para reconocerlos cuando llegue el día en que para siempre serán liberados del pecado.
Pablo no solo se preocupa por el discurso civil—algo que hemos perdido en nuestro tiempo—pero aun más para los que afirman que siguen a Cristo, él sabe que nuestras palabras tienen un impacto tremendo sobre el testimonio que damos. Lo que decimos no solo afecta a la persona que nos escucha, sea quien sea el recipiente o el blanco de nuestras palabras, sino también afecta al Espíritu Santo que vive en nosotros, si es que somos creyentes. Pablo nos instruye que «no [hagamos] que se ponga triste el Espíritu Santo de Dios». Si nuestras palabras son imprudentes, destructivas, divisivas, críticas, incendiarias, desagradables, sarcásticas o de cualquier otra índole que sean perjudiciales, impedirán la propia obra que el Espíritu Santo quiere cumplir por medio de nosotros—preparándonos para el día cuando Dios nos libre para siempre del pecado.
Pero si solo se tratara de nosotros y de nuestro destino futuro, sería una cosa. El cuadro más amplio es que el Espíritu Santo quiere que nuestra conversación sea «con gracia» y «sazonada con sal», como Pablo nos dice en Colosenses 4:6. ¿Por qué? Para que la gente que escucha nuestras palabras sea conducida más cerca a Jesús y a una relación viviente con él. Una respuesta con gracia inesperada de parte de nosotros en un momento conflictivo o acalorado puede bajar las tensiones y restaurar una conversación constructiva.
Pablo también nos da unas ideas constructivas en cuanto a nuestra manera de hablar en Filipenses 4:8: «Por último, hermanos, consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio». En otras palabras, cada cosa que decimos debe pasar por estos tres requisitos:
- ¿Es cierto?
- ¿Es amable?
- ¿Es necesario?
¿Cómo tratas a las personas en tu entorno? ¿Tu conversación las lleva más cerca de Jesús? Reflexiona en tus palabras durante las últimas 24 a 48 horas. ¿Harían sonrojar a un marinero? O, ¿edificaron, animaron y les dieron esperanza a las personas que las oían? ¡No solamente ellas escuchan! Pídele al Espíritu Santo, el gran oyente, quien vive en ti, y quien es alabado o entristecido por tus palabras, que te ayude a establecer patrones de habla que traerán al reino de Dios a tu vecindad hoy.
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