Arduo pero necesario
Lavar los platos a veces se siente como una tarea ardua —el proceso de ensuciarme las manos mientras friego las migas estacadas en los platos sucios, enjabono los platos para quitar toda la comida empapada y finalmente, los enjuago y hago el mejor intento de organizarlos. Si no fuera una tarea diaria quizá no se sentiría tan fastidiosa, pero ese no es el caso para la mayoría. Créeme que no hay nada peor que pretender que no existen los platos sucios que en realidad están amontonándose en el fregadero y dejarlos allí por unos días de más. ¡Se multiplican tan rápido, empiezan a apestar y resulta en doble el trabajo! Una vez cuando había dejado los platos por varios días y me metí a la cocina para por fin lavarlos, resultó en tanto trabajo que pensé «ojalá que puediera meterlos a los gabinetes y que desaparecieran». Pero sabía yo que esto no era una buena opción. ¿Por qué? Pues, la realidad es que no hubieran desaparecidos. Al contrario, hubieran empezado a apestar más fuerte y aún peor, hubieran existido las posibilidades de que el moho y otros hongos empezaran a crecer o unas cucarachas se aprovecharan de mi flojera.
Incluso me parece asqueroso pensar en las palabras «hongos» y «cucarachas» cuando se trata de los recipientes donde pongo mi comida, y aún no he conocido a ninguna persona que estaría de acuerdo en comer en un plato así si no fuera necesario. Pero durante esa misma noche cuando estaba considerando la idea de meter todos los platos sucios en los gabinetes, Dios me habló que a veces yo trataba al pecado en mi vida como a esos platos. Dejaba yo lo malo en mi corazón unos días de más o lo escondía para pretender que no existía o para que los demás no lo notaran. El problema con hacer eso es que me estaba dañando a mí misma y bloqueando la posibilidad de vivir una vida en verdadera abundancia (Salmos 32:3-4; Proverbios 28:13).
Tenemos ayuda
Me di cuenta en este encuentro con Dios de que para mí, tratar con cierto pecado se sentía muy abrumador (como tener que lavar muchos platos) y por eso lo posponía lo más posible. No es bonito ni divertido el trabajo de meter las manos dentro de mi corazón para agarrar lo sucio. La buena noticia es que ¡no tengo que ser la que friega todo lo sucio y la que trata de lavar mi propio pecado! Jesús ya hizo ese arduo trabajo cuando murió por mí (y por tí también) en la cruz (Juan 3:16; 1 Juan 1:7). Cuando lo acepté como Salvador y Señor de mi vida, un guía que se llama el Espíritu Santo llegó para ayudarme (Juan 14:15–17, 26) y lo sigue haciendo hasta hoy. Cuando vengo ante Dios con mis faltas, él las limpia a través de su gracia y misericordia y las transforma en algo que puede servir otra vez de una manera maravillosa para sus propósitos (2 Corintios 5:17; Filipenses 1:6). Esto se llama el proceso de santificación y es una tarea diaria para el seguidor de Jesús.
Vale la pena
¿Sabes por qué saco tiempo para lavar los platos todos los días? Porque a mí me encantan los resultados —una cocina ordenada que me da paz mental y unos platos limpios que ya pueden servir como recipientes para los demás. No puedo explicar la alegría y paz que siento cuando entro a una cocina limpia. A pesar de que no me gusta tener que pasar por el proceso de limpieza, estoy dispuesta porque es solamente por pasar por ello que puedo llegar a los resultados deseados. De la misma manera, si quiero llegar a vivir una vida verdaderamente en abundancia, tengo que tener la disposición de tratar con mi pecado y pasar por el proceso de santificación. Como tener que lavar tantos platos sucios, no es fácil reconocer y dejar que Dios me transforme en algo mejor, pero la ayuda de él y otras personas que están pasando por el mismo proceso lo hace posible. Además, las promesas de la vida eterna con Dios (Juan 11:25-26; Romanos 6:23) y una vida llena de libertad del poder del pecado (Juan 8:36), gozo (Salmos 16:11) y paz (Romanos 8:6) lo hace valer la pena.
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