Reflexiona:
Jesús exclamó «Todo se ha cumplido». Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu.
Piensa:
La vida de Jesús está llena de esas cosas un poco ilógicas desde un punto de vista humano: en la humildad demuestra su grandeza; en la humillación y el dolor, demuestra su gloria; es a través del sufrimiento que nos muestra cómo alcanzar la felicidad; en la muerte, nos enseña cómo alcanzar la vida eterna.
Muchas cosas ocurren en el texto de hoy, pero me gustaría hacer especial énfasis en la última palabra de Cristo en la cruz: «Todo se ha cumplido», y luego viene la paz. Qué belleza, encierra este momento, Jesús el Hijo de Dios, quien vino para cumplir una misión, ha llevado a cabo completamente todo cuanto estaba escrito, y es momento de regresar al Padre. Cuántos de nosotros aún seguimos pensando que la muerte es un evento terrible y nos quedamos solo contemplando el dolor de la crucifixión, nos acongojamos y lloramos ante el sufrimiento. Y a veces esto nos impide ver la grandeza que hay detrás, no es una derrota, es el culmen de una vida plena; llegó el momento de partir, porque ya todo está hecho.
Ojalá que todos tengamos la inmensa dicha de que en nuestro último aliento sintamos esa paz de decir: «Señor, he cumplido con todo lo que me pediste». No temamos al dolor y a arriesgarnos. Jesús hoy nos invita a imitarle, a seguirle en el camino de la Cruz, pero no para asustarnos, sino para darnos ejemplo de que al final todo cobra sentido, no importa cuán difícil parezca la vida, nunca estamos solos. Él va a nuestro lado y María como madre fiel nos alienta para continuar.
En este día que recordamos la pasión de Cristo, no nos quedemos contemplando la Cruz con horror, sino abrasémosla y demos gracias a Dios por esa inmensa muestra de amor. Y sobre todo imitémosle cargando nuestra cruz de todos los días con la mirada siempre fija en la gloria y no en el dolor.
Dialoga:
Señor Jesús, muchas veces te he pedido que me evites los sufrimientos y que quites de mi camino todas las piedras para tener una vida sencilla, pero hoy me recuerdas que una vida sin sacrificio es una vida vacía. Dame el valor y la fuerza para imitarte y caminar cada día junto a ti en el camino de la cruz, que no rehúya del sufrimiento ni me hunda en el desconsuelo, sino que a través de cada experiencia pueda estar más unido a ti, para que al final de mi vida sienta la paz de haber cumplido todo cuanto me has pedido.
Concéntrate:
Repite varias veces durante el día: «Señor, dame la fuerza para seguirte siempre»
Recalculando:
Muchas veces decimos que hay que ofrecer un sacrificio. Hoy te invitamos a que tu sacrificio sea dejar algo que realmente te gusta, e invertir ese tiempo en ayudar a alguien que esté pasando por necesidad. Seguro que conoces a alguna persona así. Tómate el tiempo necesario. Al fin de cuentas, el tiempo que inviertas será para ti una gran ganancia.
Texto del Evangelio de hoy: San Juan 18:1-19:42
Después de que Jesús terminó de orar, fue con sus discípulos a un jardín que estaba junto al arroyo de Cedrón.
Judas Iscariote había prometido traicionar a Jesús. Conocía bien el lugar donde estaban Jesús y los otros discípulos, porque allí se habían reunido muchas veces. Entonces, llegó Judas al jardín con una tropa de soldados romanos. Los acompañaban unos guardias del templo, que habían sido enviados por los sacerdotes principales y por los fariseos. Iban armados, y llevaban lámparas y antorchas.
Jesús ya sabía lo que iba a suceder. Cuando los vio venir, salió a su encuentro y les preguntó:
—¿A quién buscan?
—A Jesús de Nazaret —respondieron ellos.
Jesús les dijo:
—Yo soy.
Los soldados y los guardias del templo cayeron de espaldas al suelo. Entonces, Jesús volvió a preguntarles:
—¿A quién buscan?
—A Jesús de Nazaret —respondieron de nuevo.
Ya les dije que soy yo —contestó Jesús—. Si es a mí a quien buscan, dejen ir a mis seguidores.
Esto sucedió para que se cumpliera lo que el mismo Jesús había dicho: «No se perdió ninguno de los que me diste.»
En ese momento, Simón Pedro sacó su espada y le cortó la oreja derecha a Malco, que era uno de los sirvientes del jefe de los sacerdotes. De inmediato, Jesús le dijo a Pedro:
—Guarda tu espada. Si mi Padre me ha ordenado que sufra, ¿crees que no estoy dispuesto a sufrir?
Los soldados de la tropa, con su capitán y los guardias del templo, arrestaron a Jesús y lo ataron. Primero lo llevaron ante Anás, el suegro de Caifás, que ese año era el jefe de los sacerdotes. Tiempo atrás, Caifás les había dicho a los jefes judíos que les convenía más la muerte de un solo hombre, con tal de salvar a todo el pueblo.
Simón Pedro y otro discípulo siguieron a Jesús. Como el otro discípulo conocía al jefe de los sacerdotes, entró con Jesús en el palacio de Anás. Pero al ver que Pedro se quedó afuera, salió y habló con la muchacha que cuidaba la entrada, para que lo dejara entrar. Ella le preguntó a Pedro:
—¿No eres tú uno de los seguidores de ese hombre?
—No, no lo soy —respondió Pedro.
Como hacía mucho frío, los sirvientes del jefe de los sacerdotes y los guardias del templo hicieron una fogata para calentarse. También Pedro se acercó a ellos para hacer lo mismo.
El jefe de los sacerdotes empezó a preguntarle a Jesús acerca de sus discípulos y de lo que enseñaba. Jesús le dijo:
—¿Por qué me preguntas a mí? Yo he hablado delante de todo el mundo. Siempre he enseñado en las sinagogas y en el templo, y nunca he dicho nada en secreto. Pregúntales a los que me han escuchado. Ellos te dirán lo que he dicho.
Cuando Jesús dijo esto, uno de los guardias del templo lo golpeó en la cara y le dijo:
—¡Ésa no es manera de contestarle al jefe de los sacerdotes!
Jesús le respondió:
—Si dije algo malo, dime qué fue. Pero si lo que dije está bien, ¿por qué me golpeas?
Luego Anás envió a Jesús, todavía atado, a Caifás, el jefe de los sacerdotes.
Mientras tanto, Pedro seguía calentándose junto a la fogata, y alguien le preguntó:
—¿No eres tú uno de los seguidores de Jesús?
—No, no lo soy —insistió Pedro.
Luego un sirviente del jefe de los sacerdotes, familiar del hombre al que Pedro le cortó la oreja, le dijo:
—¡Yo te vi en el jardín cuando arrestaron a ese hombre!
Pedro volvió a decir que no. En ese mismo momento, el gallo cantó.
Muy de mañana, llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio del gobernador romano. Los jefes de los judíos no entraron en el palacio, porque la ley no les permitía entrar en la casa de alguien que no fuera judío, antes de la cena de la Pascua. Por eso Pilato, el gobernador romano, salió y les dijo:
—¿De qué acusan a este hombre?
Ellos le contestaron:
—No lo habríamos traído si no fuera un criminal.
Pilato les dijo:
—Llévenselo y júzguenlo de acuerdo con sus propias leyes.
Los jefes judíos respondieron:
—Nosotros no tenemos autoridad para enviar a nadie a la muerte.
Así se cumplió lo que el mismo Jesús había dicho sobre el modo en que iba a morir.
Pilato, entonces, entró de nuevo en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó:
—¿Acaso eres tú el rey de los judíos?
Jesús le contestó con otra pregunta:
—¿Se te ocurrió a ti esa idea, o alguien te ha hablado de mí?
Pilato le contestó:
—¿Me ves cara de judío? La gente de tu mismo país y los sacerdotes principales son los que te han entregado. ¿Qué fue lo que hiciste?
Jesús le respondió:
—Yo no soy como los reyes de este mundo. Si lo fuera, mis ayudantes habrían luchado para que yo no fuera entregado a los jefes de los judíos.
Entonces sí eres rey —replicó Pilato.
Y Jesús le contestó:
—Si tú lo dices... Yo, por mi parte, vine al mundo para hablar acerca de la verdad. Y todos los que conocen y dicen la verdad me escuchan.
¿Y qué es la verdad? —preguntó Pilato.
Después de decir esto, Pilato regresó a donde estaba la gente, y le dijo:
«No encuentro ninguna razón para castigar a este hombre. Ustedes tienen la costumbre de que yo libere a un preso durante la Pascua. ¿Quieren que deje libre al rey de los judíos?»
Hacía algún tiempo, Pilato había arrestado a un bandido llamado Barrabás. Por eso, cuando Pilato preguntó si querían que soltara al rey de los judíos, algunos de ellos gritaron: «¡No, a ése no! ¡Deja libre a Barrabás!»
Entonces Pilato ordenó que le dieran azotes a Jesús. Luego, los soldados romanos hicieron una corona de espinas y se la pusieron a Jesús. También le pusieron un manto de color rojo oscuro y, acercándose a él, dijeron: «¡Viva el rey de los judíos!» Y lo golpeaban en la cara.
Pilato volvió a salir, y dijo a la gente: «¡Escuchen! Ordené que traigan a Jesús de nuevo. Yo no creo que sea culpable de nada malo.»
Cuando sacaron a Jesús, llevaba puesta la corona de espinas y vestía el manto rojo. Pilato dijo:
—¡Aquí está el hombre!
Cuando los jefes de los sacerdotes y los guardias del templo vieron a Jesús, comenzaron a gritar:
—¡Clávalo en una cruz! ¡Clávalo en una cruz!
Pilato les dijo:
—Yo no creo que sea culpable de nada. Así que llévenselo y clávenlo en la cruz ustedes mismos.
La gente respondió:
—De acuerdo a nuestra ley, este hombre tiene que morir porque dice ser el Hijo de Dios.
Cuando Pilato oyó lo que decían, sintió más miedo. 9 Volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó:
—¿De dónde eres?
Pero Jesús no le contestó. Entonces Pilato le dijo:
—¿No me vas a contestar? ¿Acaso no sabes que tengo poder para mandar que te dejen libre, o para que mueras clavado en una cruz?
Jesús le respondió:
—No tendrías ningún poder sobre mí, si Dios no te lo hubiera dado. El hombre que me entregó es más culpable de pecado que tú.
A partir de ese momento, Pilato buscó la manera de dejar libre a Jesús, pero la gente gritó:
—¡Si dejas libre a ese hombre, no eres amigo del emperador romano! ¡Cualquiera que quiera hacerse rey, es enemigo del emperador!
Al oír esto, Pilato mandó que sacaran a Jesús del palacio. Luego se sentó en el asiento del tribunal, en un lugar llamado Gabatá, que en hebreo significa El Empedrado. Faltaba un día para la fiesta de la Pascua, y eran como las doce del día. Entonces Pilato dijo a los judíos:
—¡Aquí tienen a su rey!
Pero la gente gritó:
—¡Clávalo en una cruz! ¡Clávalo en una cruz!
Pilato les preguntó:
—¿De veras quieren que mate a su rey?
Y los sacerdotes principales le respondieron:
—¡Nosotros no tenemos más rey que el emperador de Roma!
Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo mataran en una cruz, y ellos se lo llevaron.
Jesús salió de allí cargando su propia cruz, y fue al lugar llamado Gólgota, que en hebreo significa «Lugar de la Calavera». Allí clavaron a Jesús en la cruz. También crucificaron a otros dos hombres, uno a cada lado de Jesús.
Pilato ordenó que escribieran un letrero que explicara por qué habían matado a Jesús. El letrero fue escrito en tres idiomas: hebreo, latín y griego; y decía: «Jesús de Nazaret, Rey de los judíos». Colocaron el letrero en la cruz, por encima de la cabeza de Jesús.
Como el lugar donde clavaron a Jesús estaba cerca de la ciudad, muchos judíos leyeron el letrero. Por eso los sacerdotes principales le dijeron a Pilato:
—No escribas: “Rey de los judíos”. Más bien debes escribir: “Este hombre afirma ser el Rey de los judíos.”
Pilato les dijo:
—Lo que he escrito así se queda.
Después de que los soldados romanos clavaron a Jesús en la cruz, recogieron su ropa y la partieron en cuatro pedazos, una para cada soldado. También tomaron el manto de Jesús, pero como era un tejido de una sola pieza y sin costuras, decidieron no romperlo, sino echarlo a la suerte, para ver quién se quedaría con él. Así se cumplió lo que dice la Biblia:
«Hicieron un sorteo para ver quién se quedaba con mi ropa.»
Cerca de la cruz estaban María la madre de Jesús, María la esposa de Cleofás y tía de Jesús, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre junto al discípulo preferido, le dijo a ella: «Madre, ahí tienes a tu hijo.» Después le dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y a partir de ese momento, el discípulo llevó a María a su propia casa.
Jesús sabía que ya había hecho todo lo que Dios le había ordenado. Por eso, y para que se cumpliera lo que dice la Biblia, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Entonces empaparon una esponja en el vinagre, la ataron a una rama, y la acercaron a la boca de Jesús. Él probó el vinagre y dijo: «Todo está cumplido». Luego, inclinó su cabeza y murió.
Era viernes, y al día siguiente sería la fiesta de la Pascua. Los jefes judíos no querían que en el día sábado los tres hombres siguieran colgados en las cruces, porque ése sería un sábado muy especial. Por eso le pidieron a Pilato ordenar que se les quebraran las piernas a los tres hombres. Así los harían morir más rápido y podrían quitar los cuerpos.
Los soldados fueron y les quebraron las piernas a los dos que habían sido clavados junto a Jesús. Cuando llegaron a Jesús, se dieron cuenta de que ya había muerto. Por eso no le quebraron las piernas.
Sin embargo, uno de los soldados atravesó con una lanza el costado de Jesús, y enseguida salió sangre y agua.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dice la Biblia: «No le quebrarán ningún hueso». En otra parte, la Biblia también dice: «Mirarán al que atravesaron con una lanza».
El que dice esto, también vio lo que pasó, y sabe que todo esto es cierto. Él cuenta la verdad para que ustedes crean.
Después de esto José, de la ciudad de Arimatea, le pidió permiso a Pilato para llevarse el cuerpo de Jesús. José era seguidor de Jesús, pero no se lo había dicho a nadie porque tenía miedo de los líderes judíos. Pilato le dio permiso, y José se llevó el cuerpo.
También Nicodemo, el que una noche había ido a hablar con Jesús, llegó con unos treinta kilos de perfume a donde estaba José. Los dos tomaron el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en vendas de una tela muy cara. Luego empaparon las vendas con el perfume que había llevado Nicodemo. Los judíos acostumbraban sepultar así a los muertos.
En el lugar donde Jesús murió había un jardín con una tumba nueva. Allí no habían puesto a nadie todavía. Como ya iba a empezar el sábado, que era el día de descanso obligatorio para los judíos, pusieron allí el cuerpo de Jesús en esa tumba, porque era la más cercana.
Texto bíblico: Traducción en lenguaje actual ® © Sociedades Bíblicas Unidas, 2002, 2004.
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